Mi tio Francisco
Muchas calamidades afligen a mi tío Francisco, pero una de ellas ocupa lugar prominente: la angustia de no poder recordar algo en un momento determinado. Este algo puede ser una fecha, una palabra, un nombre, un acontecimiento cualquiera. La mayor parte de las veces es un dato sin importancia, pero que al escapar momentaneamente de su memoria se convierte en una verdadera obsesión que le ahuyenta hasta el sueño.
Lo peor del caso es que también ahuyenta el reposo del resto de la familia, a la que recurre – y a un círculo de amigos cada vez más reducido – para que lo ayuden a recuperar el vocablo.
Los ataques de amnesia parcial de mi tío suelen presentarse alrededor de la medianoche, cuando al resto de la humanidad le tiene muy sin cuidado recordar el apodo del segundo Borbón que reinó en España. Mi tio suele estar ya a punto de conciliar el sueño, cuando de repente el demonio verde de la duda le pregunta al oido cual es la capital de Nigeria.
Entonces, mi tio pretende no escucharlo, se arrebuja entre las sábanas y procura pensar en otro tema, digamos en la posibilidad de que los norteamericanos encuentren en la luna vestigios de una civilización ya extinguida. Aquí el remedio resulta peor que la enfermedad, ya que el tema se le desliza sinuosamente por una serie de vericuetos, hasta llegar al callejón sin salida de tratar de recordar en que siglo floreció la cultura sumeria, o como se llamaba el explorador que descubrió las ruinas de Machu Pichu.
Sin poder soportarlo mas, enciende la luz de noche del buró y consulta uno de los cinco almanaques que guarda bajo la almohada para estas emergencias. Satisface su inquietud e intenta volver a dormirse. Pero ahora le hace cosquillas en el cerebro el origen etimológico de la palabra «almanaque». Evidentemente viene del árabe: almanak? al-menek? al-minik? Alfanje, alférez, alcázar, albóndiga, albérchigo… Albérchigo. Qué demonios es un albérchigo? Una fruta, recuerda vagamente mi tio… Pero qué clase de fruta?
Esta vez tiene que bajar a su despacho para consultar el diccionario. En el camino se dá un tropezón con una silla y pone en movimiento a toda la casa en plena madrugada. Mi tía, mujer de gran paciencia, asegura que en cuarenta años de casada sólo ha podido dormir una noche completa, y esto fué cuando le dió el ataque de apendicitis y la tuvieron que llevar de emergencia al sanatorio para operarla.
Todavía sobándose la espinilla, mi tio recibe un disgusto adicional al enterarse de que su amada consorte le prestó el diccionario a un sobrino que está en exámenes. Entonces vocifera y arma un escándalo porque «el señor de la casa» no puede disponer de su propio diccionario para enterarse, a las dos de la mañana, que fruta se conoce con el nombre de «albérchigo». Mi tia, envuelta en bata, le ofrece revisar las latas que trajo del supermercado, pero, desgraciadamente, hay de todo menos albérchigos.
Desesperado, consulta media docena de volúmenes, pero en ninguno de ellos se hace referencia a la maldita palabreja. Su hija mayor le sugiere contar los ríos de Siberia, aprovechando que tiene un atlas a la mano, pero no. Al papá sólo le interesa saber que es un albérchigo.
Cada vez se pone más nervioso. A las tres y media de la madrugada surge el paroxismo, y decide llamar por teléfono a sus veintisiete parientes, hasta que uno de ellos le informa entre palabrotas no aptas para este relato, que «albérchigo» es una variedad de albaricoque o melocotón, que en algunos países de América también se conoce por el nombre de durazno o damasco.
Resuelta su duda, vuelve a la cama y se duerme plácidamente, mientras su subconsciente le prepara con toda perfidia un acertijo para mañana en la noche: «En que año hizo su primera comunión Juan Ponce de León, el «joven» descubridor de la Florida?»